lunes, 21 de febrero de 2011

Dos miradas sobre la homofobia: Rocio Silva y Jorge Bruce

La brutal forma en que la policía peruana interrumpió la realización de "Besos contra la Homofobia" el pasado 12 de febrero ha llevado a que se visibilize la homofobia aún existente en nuestra sociedad y cultura.

Rocio Silva Santisteban y Jorge Bruce analizan las razones de este odio/asco/aversión hacia la homosexualidad...

El asco al maricón*

Por Rocío Silva Santisteban

¿Por qué dos chicos que se besan en la Plaza de Armas, sí, “provocadoramente” en las escaleras de la catedral, producen una especie de prurito en el alma heterosexual de un policía, una picazón existencial que le irrita en lo más profundo de su sexualidad?, ¿y por qué, no conformes con zarandearlos, separarlos, golpearlos con el escudo de plástico, cuando se van corriendo para refugiarse en un café, los persiguen y los acorralan dentro de una ¡¡galería de arte!!? Los mismos policías, ante el beso de dos chicas lesbianas, apabullados por tanto afecto inenarrable, hacen lo mismo, pero con un agravante: les tocan el sexo y los senos. Tocamientos indebidos. “A un maricón lo golpeas para que se haga hombrecito; a una marimacha te la agarras para que sepa lo que es bueno”. Esa mentalidad, señor ministro del Interior, nos debería dar vergüenza e indignación, porque no es otra cosa que la discriminación sexual en su estado prístino.

¿Por qué surge este asco al maricón? Sencillamente porque representa eso que no deben permitirse los machos: la penetración. Según los mandatos del machismo, el afeminado, el hombre que es amujerado o penetrado, es aquel que no puede construir su masculinidad y que permanece como el chivo expiatorio de la masculinidad de todo el conjunto. ¿Y por qué la irritación ante la lesbiana pública (en privado son los machos más machos quienes se excitan con pornos de sexo entre mujeres)? Porque representa aquella mujer que no se deja penetrar y que goza del sexo con otra mujer no para deleite del varón-voyeur, sino por su propio deleite.

Lo “marica” es aquello que se excluye de arranque en la actuación de la masculinidad con el objetivo de organizar sus límites: lo que está afuera, lo que definitivamente no debe ejercerse, ni hacerse ni permitirse, pero sí saberse, porque es preciso marcar con una tiza roja los límites de lo abyecto. Para que un “hombre sea hombre” en un mundo machista lo que debe de primar es la constitución de una esencial masculinidad que pasa por ser el penetrador, no el penetrado; por ser el castigador, no el castigado; por ser el activo, no el pasivo. Por lo mismo, para que una “mujer sea tal cual” debe ser la pasiva, la dominada, la abnegada, la que no goza de su propia sexualidad, la madre siempre virgen. Todo lo contrario es, por lo mismo, lo “provocador”: aquello que irrita por diferente, porque se expone, porque ataca el núcleo duro de lo “normalizado”.

Por perseguir el pánico a la provocación, los ministros, los policías, los bienpensantes, no se dan cuenta de que están echándole gasolina a la perversión. Porque ser perverso no es ser libre en el ejercicio de su sexualidad, sino permitir que el odio se instale en nuestras vidas y que el ejercicio de la violencia sea la forma de limpiarse de un asco incontrolado por temor, en el fondo, a que uno mismo sea maricón/lesbiana. El asco al maricón es la teoría; el asesinato a mansalva, una de sus prácticas. El asco a la lesbiana es la teoría; la violencia sexual, su práctica más siniestra. Por lo tanto, señor ministro del Interior, ¿quiénes son los perversos?

*Aclaración: cuando me refiero al “maricón” en este artículo, no estoy haciendo mías las palabras del monseñor Bambarén para calificar a los homosexuales, sino que estoy hablando de un estereotipo clásico de una sociedad machista como la peruana: el maricón es el homosexual percibido como abyecto.


Rezos contra besos

Por Jorge Bruce

Acaso debido a la banalidad de las campañas políticas y la escasa o nula credibilidad de las promesas electorales, asuntos como la homofobia han adquirido un creciente protagonismo en el debate público. El incidente de los policías que maltrataron a los gays y lesbianas que se besaban en la Plaza de Armas ha tenido gran repercusión, y no creo que se deba solo al activismo de los LGTB. Esas imágenes filmadas, en donde un gay recibe empellones policiales mientras grita: “¡soy homosexual, no delincuente!” han tocado fibras ahí donde los discursos no alcanzan.

El grado de tolerancia de una sociedad es un indicador certero de su evolución. En esa medida, no es poca cosa que se esté discutiendo abiertamente lo que otrora era tabú en estas comarcas desencontradas con el desarrollo.

Homofobia significa, etimológicamente, miedo a la homosexualidad. Ahora, así como del odio al amor hay un paso, del miedo al odio hay otro. Y como bien dice el vals, “tan solo se odia lo querido”. Es decir, los que más odian son los que más temen y, secretamente, desean. De ahí que últimamente no cesen los destapes respecto de abusos pedófilos y homosexuales –a no confundir– en las organizaciones más represivas de la iglesia católica. En el Perú el caso más reciente ha sido el de Germán Doig, el casi santo de los sodálites.

Sin embargo, lo mismo está ocurriendo en el resto del mundo. En todas las organizaciones que practican el celibato y en particular en las más rígidas, la pulsión homosexual termina por imponerse. Solo que debido a la prohibición, suele hacerlo vía el abuso perverso de poder, aprovechando ese vínculo idealizado que en psicoanálisis se conoce como transferencia. Por eso, cuando veo la imagen de algunos católicos rezando de espaldas a los gays que se besan frente a la catedral de Lima, me pregunto qué demonio están conjurando. Esa escena medieval, en donde un grupo de fieles se arrodillan y proclaman su fe contra lo que consideran un acto contranatura, evoca el célebre verso de Vallejo: “una fe adorable que el destino blasfema”.

Es inútil pretender acallar con oraciones el deseo ajeno, pero más inútil aún es hacerlo con el propio. Ni los rezos ni los golpes sirven contra la fuerza del deseo: esa es una lección que las sociedades civilizadas han aprendido hace décadas. En cambio los estados totalitarios como El Vaticano, Libia o Cuba se aferran a su intolerancia mediante la violencia física o moral.

La lucha de los gays por ser reconocidos ayuda a la causa de todas las demás discriminaciones que hacen de nuestro país un lugar atrasado e injusto; así lo ven tres corresponsales extranjeros en el Perú (Hildebrandt en sus Trece): los del diario Le Monde, la agencia de noticias EFE y la revista Time. Siempre es útil ver cómo nos ven. Como el racismo, la homofobia es un arma del autoritarismo. No es solo cuestión de derechos: está en juego el modelo de sociedad que queremos. El sojuzgamiento de las minorías no excluye, más bien refuerza el de las mayorías.

¿El Perú avanza? Yo diría que sí, pero no gracias a nuestros gobernantes, sino a la firmeza de quienes se están atreviendo a hacer valer sus derechos. Enhorabuena.

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